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miércoles, 12 de junio de 2013

EL SECRETO DE LA NOCHE - PARTES XXVII AL XXIX


A las once y media, antes de irme, llamó Joan. Me volvió el alma al cuerpo. Por fin alguien conocido con quien poder hablar, aunque pensara que Rob Westerfield era inocente. Me preguntó qué podía hacer por mí. Aproveché para pedirle todo lo que necesitaba: ropa, dinero, venir a buscarme y ayudarme a encontrar un sitio donde alojarme. Inmediatamente me ofreció hospedaje en su casa a lo que me negué rotundamente, por el peligro que significaba teniendo en cuenta lo que ya me había pasado y considerando que en su casa había 3 niños. Le dije que de ninguna manera aceptaría eso. Se alarmó cuando le dije que lo que me había sucedido era visiblemente una tentativa de homicidio.

Joan me dijo que me llevaría a un lugar que creía que me gustaría. También que llamaría a una amiga con una contextura física similar a la mía para pedirle ropa prestada y calzado.

Al cabo de una hora Joan estaba de vuelta con una valija con ropa interior, medias, pijamas, un jersey, pantalones, un saco grueso, guantes, zapatillas deportivas y algunas cosas para mi higiene personal.

Luego de vestirme la enfermera me alcanzó un bastón que me ayudaría a caminar hasta que se curaran las llagas que tenía en mis pies.

Joan ya me había hecho una reserva en el Hudson Valley Inn, a un km de allí. Le pedí a Joan pasar por casa de la Sra.Hilmer para ver en qué condiciones se encontraba mi coche, que había quedado estacionado a unos metros del garaje. Por suerte no se había dañado pero no me lo podía llevar porque las llaves habían quedado en la habitación, así que debería llamar a la BMW para pedir un duplicado. La policía de investigación que estaba revisando los escombros me aseguró que ellos se encargarían de que el auto estuviera a salvo.

El Hudson Valley Inn era como una mansión victoriana de 3 plantas. En la recepción nos atendió la Sra.Willis quien inmediatamente se solidarizó con mi problema, al saber que no dispondría de mis tarjetas por unos días hasta recibir los duplicados.

Subimos con Joan los dos pisos que nos separaban de mi habitación y cuando llegamos cada ampolla de mis pies parecían haberse multiplicado por cinco. La habitación era muy confortable y tenía vista a un río.

Luego de tomar algo con Joan en el comedor, me contó que la noche anterior había estado en una fiesta y que todos los presentes estaban en contra de mi página web. Criticaban todo lo que había escrito e incluso la foto que había puesto de Rob y también la de Andrea. Joan me dijo que una parte del pueblo pensaba que el asesino había sido Will Nebels, otra parte que había sido Paulie y aún los pocos que pensaban en la autoría por parte de Rob, ya había pagado con 22 años de cárcel, por lo que se hacía necesario que la cortara de una vez por todas y aceptara la realidad. Le pedí a Joan cambiar de tema porque no nos pondríamos de acuerdo y le agradecí los trescientos dólares que me prestó. Nos pusimos de pie, Joan me saludó pues ya se iba y yo me dispuse a subir nuevamente los dos pisos para ir a mi habitación. Pero antes de despedirnos le pedí a Joan que investigara con nuestras amigas de antaño, si alguna de ellas recordaba el medallón que llevaba puesto ese día Andrea. Me prometió que se ocuparía.

Dormí seis horas y me despertó el timbre del teléfono. Era Joan que me llamaba para contarme que la ama de llaves de la abuela de Rob había ido a la casa de Paulie  a increparlo para que admitiera haber sido quien asesinó a Andrea. Que por su culpa la familia Westerfield estaba siendo torturada. Cuando la mujer se retiró, Paulie se metió en el baño y se cortó las venas y ahora está en la sala de cuidados intensivos sumamente grave y temen por su vida.

Me vestí y sin más corrí al hospital. Estuve acompañando a la mamá de Paulie que estaba con una señora empleada del negocio que tenían. Las siguientes doce horas pasaron sin ninguna novedad. Recé para que Paulie se recuperara y hasta prometí que si salvaba a Paulie estaba dispuesta a aceptar todo lo ocurrido o al menos lo intentaría.

A las nueve de la noche se nos acercó un médico y dijo que Paulie se había estabilizado y que sobreviviría y que ya podíamos abandonar el lugar y retirarnos a descansar.

De camino a mi casa compré el diario que en el frente estaba llena de fotos con todos los posibles inculpados.

Ya allí sonó mi móvil. Se trataba de la persona que afirmaba haber oído a Rob confesar en la cárcel otro asesinato. Me pidió cinco mil dólares para darme el nombre de pila del hombre que se había jactado de matar, pero sólo tenía el nombre de pila. Decidí jugar el único resto que me quedaba, aunque podía tranquilamente no ser verdad, pero no me quería quedar con la duda, así que me pidió el dinero para el viernes y quedamos en volver a vernos.

El miércoles ya contaba con toda mi documentación en regla, tarjetas y registro de conducir incluído, Todos los días publicaba el medallón de Andrea para saber si alguien la había visto por última vez con él encima o si sabían algo de él.

Me había quedado todo el día en la habitación escribiendo y a la noche decidí bajar al comedor a cenar y me llevé un libro como compañía.

Al terminar la cena la camarera se me acercó con una tarjeta y me dijo que el señor de la tarjeta me invitaba a una copa después de la cena. Antes de mirar la tarjeta no tenía ninguna duda que se trataba de Rob Westerfield y no me había equivocado. Al dorso de la tarjeta había escrito: “Andrea era mona, pero tú eres guapa”.

Me levanté, destrocé la tarjeta y la arrojé dentro de la copa de vino que tenía en su mesa. Y tras hacer eso le dije: a lo mejor puedes darme el medallón que tomaste después de matarla.

Su mirada cambió de repente y por un momento pensé que se levantaría y tendría alguna reacción hacia mí y dándome vuelta le pedí a la camarera que se había quedado mirando, que trajera otra copa de vino y que la cargara a mi cuenta.

Durante la noche desactivaron la alarma de mi coche y metieron arena en el depósito de gasolina. Cuando llamé a la policía para denunciar mi auto averiado, me atendió el detective White y aprovechó para decirme que el incendio en casa de la señora Hilmer había sido intencional y que habían encontrado los restos de las toallas empapadas en gasolina que, por supuesto, eran idénticas a las toallas que la señora Hilmer tenía guardadas en el armario de la ropa blanca del departamento y me cortó la comunicación, no sin antes sentenciar: una coincidencia muy curiosa, señorita Cavanagh, no lo cree?
 

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