En 1956 Lobsang Rampa se hizo millonario y famoso, al publicar uno de los más vendidos libros de la historia: El Tercer Ojo.
Rampa contaba en él que nació en el Tibet y que en su infancia lo educaron en el budismo.
Más adelante estudió medicina tradicional en China. Que fue apresado y puesto prisionero en campos de concentración japoneses y rusos.
Pero el máximo de la narración era su experiencia más importante de la vida: a los ocho años uno de sus educadores perforó el centro de la frente del pequeño atravesando el hueso y abrió el famoso tercer ojo que dio título a su relato.
El libro no dejó de venderse nunca, ni siquiera cuando descubrieron que en realidad su verdadero nombre era Cyrill Hoskin, que era hijo de un plomero que vivía en la ciudad inglesa de Devon y que no había estado nunca en el Tibet.
De hecho, muchas de las fábulas inventadas por Hoskin forman parte del imaginario colectivo sobre el budismo tibetano.
Aunque hay muchos factores que ayudan a la credibilidad de fraudes como éste, hay uno que fue objeto de muchas investigaciones: la riqueza de detalles. Parece ser que confiamos más en los relatos que agregan adjetivos triviales e innecesarios.
La razón podría tener que ver con la economía mental. Al mentir tenemos que inventar y por ello consumimos más energía que si decimos la verdad. Los que escuchan al mentiroso creen que ahorrará recursos.
Por eso el éxito de Lobsang Rampa, que fue tan perfecto que hasta describió la lezna que usaron para abrirle el tercer ojo.
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